Sentarse a meditar, aunque sea por un tiempo
muy limitado y corto, ya lleva implícitos multitud de elementos que, por su
simplicidad, a veces, no valoramos:
Sentarse a meditar es pararse. Inmovilidad.
Inmovilidad del cuerpo, balanceo de la respiración y quietud o ralentización de
ese pensar alocado.
Por las características de nuestro presente,
frenético, veloz y sostenido, detenerse ya es de por sí todo un reto. Este reto
es casi una transgresión. Una transgresión de los valores que nos rodean, de la obligación de hacer de nuestro tiempo algo permanentemente productivo, del mareo del sentirnos imprescindibles en el traqueteo de nuestras obligaciones.
Una transgresión de la prepotencia de nuestra omnipotencia. Una transgresión
de nosotros mismos.
El simple contacto con nuestra propia
respiración, el escucharla durante un tiempo, abre la puerta a entablar
contacto con otro tipo de temporalidad. Y, hoy, el tiempo, el hacerse cargo del
tiempo, el reapropiárnoslo, se está convirtiendo en un acto que, a poco, se
convierte en subversivo.
En la inmovilidad, en la escucha del respirar,
en el silencio del cuerpo y en la reapropiación de nuestro tempo, se abre un
espacio para atender a las sensaciones corporales: el balanceo rítmico en el
vientre, el peso de las piernas, la piel… Una nueva relación con el cuerpo. No
una posesión de éste, no su esclavitud, sino su vivencia. Una nueva
transgresión.
Y nuevas puertas se van abriendo… desde esa
escucha al cuerpo emergen, quizás, emociones escondidas en la velocidad de un
pensamiento atareado. Ternura, ira, alegría, hastío, tristeza… nueva
transgresión de un presente que prefiere la máscara fría y resolutiva a la
cálida y cercana humanidad.
A través de estas vivencias, a veces por
sorpresa, otras por la escucha, se contacta con el misterio de la iniciación,
con ese silencio, a veces abrupto, a veces sedante, otras sinfónico…
Y nuevas puertas se van abriendo…
Nacho Bañeras
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